LA MUERTE DE VIRGILIO
A Cristián
Hubo un pálido reflejo azul
en cada gota de lluvia que caía.
Los gatos concentraron silenciosos y por horas
su mirada en los rincones.
Con su dulzura desolada, Billie Holiday
estremeció el polvo acumulado en sus libreros,
por debajo de la puerta
salieron pudorosas las volutas de humo
y, olvidado en una taza fría,
palideció el aroma del café.
Innumerables páginas posaron en derredor suyo,
conjurado ya el temor al fuego y limpias de cualquier ceniza.
Vinieron el juglar desde su exilio,
la ternura mancillada, los magos en descrédito,
con sosiego los rebeldes, y una multitud que,
sin conocerle, se supo comprendida.
Las barcas, otrora sostenidas
por sus hombros de profundas aguas,
lo llevaron a la superficie.
Duendes le cobijaron con cuentas de vidrio,
coronas de flores se tejieron con hojas de tabaco
y la jungla asediada anidó por un instante entre sus brazos.
Es así que su cadáver fue puesto bajo tierra.
Entre callejones y ductos oxidados
cubiertos por puertas estropeadas
vagaron y bailaron con las sombras
y los grises tonos de los patios
sus innumerables versos,
de rítmicos y ebrios malabares.
Y aun aquellos que perecieron a su excelsa furia
encontraron patria nueva en oídos congraciados por el sol.
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