PAISAJE DESÉRTICO
Sentado sobre mi sepultura
escucho el murmullo de mis huesos.
Mi vista se empolva con la fineza granulada del sepia;
mis labios se ahuecan como una caverna milenaria.
Rastro y rostro se confunden con las grietas en el suelo;
las manos y los pies se me van desmoronando como barro.
Miro las montañas que se evaden a lo lejos,
planas e inexpresivas como el horizonte,
y sé que ocultan el presentimiento del vacío.
Resguardado en el valle del silencio
siento desaparecer las huellas
de mis conatos de huida a ningún sitio;
tras el soplo reservado de mi ausencia,
decido expulsar al tiempo y me detengo.
Aquí sigo, en el centro mismo del silencio,
como montículo metamorfoseándose en roca
bajo la pureza quintaesenciada y aplastante del azul cobalto;
con su ubicua y circundante luz que a la sombra somete,
quemada ya de toda superficie sin relieve.
Palpo mientras tanto el golpe seco y sordo de mis huesos,
traduciendo silenciosamente en clave
esa irreverencia suya
al destino ingrato de no ser mas que un recuerdo.
Creo que sueño, sin saberlo,
un tono sangre regresando a fecundarme la existencia
montado sobre las alas ligeras del alba, que se extienden
desde ojos que me miran y me tientan mirándome,
con un casi seguro desengaño confirmándose al paso de los días.
Pero tengo atoradas las coyunturas del yunque y el martillo,
ahíta la resonancia tensa de los tímpanos,
callosas de silencio las yemas de mis dedos,
plagados el gusto y el olfato con la textura insípida del agua seca,
y, por si fuera poco, insensibles al espectro las retinas.
Mis huesos presienten el rojo a partir del negro de su entierro,
desde la óptica del perro muerto.
Y así, desdoblado por la dudosa muerte de mis almas
e inconsistente como el polvo sin aliento,
quedo inmóvil.
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