NADA Y PENUMBRA
A Cyrill Collard
Duermen los niños con sus cabellos delicados sobre almohadas limpias.
Duermen juntos los muslos sobre lechos tibios y seguros,
convencidos de que faros velan las banquetas
y de que las cloacas han quedado bien selladas.
Sí, bien selladas.
Trabajan las bombas como Goliats domados
para que ascienda hasta los blancos mosaicos, limpia, el agua.
Otros tubos abren además sus fauces
tras las rejillas-bozales con que resguardan su aliento,
prestos a tragarse los pecados del mundo,
el pus de sus heridas infectas,
sus dolores ocultos
y los secretos innombrables.
Se agitan sin embargo las entrañas de los puentes, donde la luz no existe.
Bajo las calles, entre raíces de casas y edificios,
tras muros inmunizados con cal,
siniestras sombras desfilan ciegas reconociéndose en el tacto,
como reconoce al techo el humo que escapa sensual
de la colilla inerte de un cigarro.
A las educadas márgenes del río,
bajo el murmullo de las autopistas,
yacen varillas, esqueletos corroídos,
cables y nervios que pueden romperse.
Por un instante,
el mismo en que la Luna
pesa sin rostro en el cenit,
se descorren los cerrojos
para desatar salvajes placeres
sobre el mármol roto de criptas respetables.
Las sombras hedónicas se arrastran y acarician,
respiran deseo desde su pieles corruptas como el fango.
Ninguna de ellas tiene nombre,
ni pasado o futuro, salvo el que les dicta su silueta.
Se desvanecen vacías
en la garganta de la madrugada
antes de que el alba se anuncie siquiera.
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